viernes, 3 de mayo de 2013

Lágrimas de sal


Era una tarde de verano como otra cualquiera. Estaba sentada en la orilla, a los pies del mar. Ese día estaba especialmente bonita, y el paisaje la acompañaba. Allí estaba, bajo un cielo azul intenso que empezaba a teñirse con los primeros colores morados del atardecer y algún que otro también naranjizo por el reflejo de los colores del sol en el agua. El mar estaba tranquilo, también de un azul intenso, aunque según se iba acercando a la playa, se iba blanqueando su color, hasta llegar a ese blanco sucio y movedizo de la espuma de la orilla que bañaba los pies de la chica. Apenas se oía más que el susurro de las olas al chocar contra las rocas y algunas pocas gaviotas que chillaban en el cielo. 

Embobado con su figura, me iba acercando poco a poco. Ese cuerpo blanquecino, con esa piel perfecta, que solo con la mirada sabías que la piel tenía que ser suave por fuerza. Delicada como una rosa. Su pelo rubio y algo rizado llegaba hasta su cintura brillando fuerte bajo los rayos del escaso sol que quedaba. Apenas llevaba puesto un vestidito blanco sin mangas, de una tela muy fina, casi transparente. Los pies descalzos y nada de abrigo, a pesar de que empezaba a refrescar. De repente parece ser que oyó alguno de los que yo intenté que fueran discretos pasos y se volvió. Esos ojos, esa mirada. Esos grandes ojos verdes del color de las aceitunas que miraba tan fuerte que parecía traspasar montañas. Esa mirada que parecía decir tantas cosas y que a mi me era difícil entender.

Una lagrima calló por sus suaves y sonrojadas mejillas resbalando cuidadosamente por su naricita, como si no quisiera erosionar ni un poco su adorable tez, llegando a sus labios carnosos y rojos y perdiéndose en la barbilla. Con la calma que solo ella y la playa con el mar saben tener, se levantó suavemente y, sin volver la vista hacía mí se escapó de aquél paisaje que parecía de cuento, huyendo por la orilla de la playa. La dejé ir. Sabía perfectamente que no quería verme, y que probablemente no querría hacerlo más. Me dolía como mil puñales clavados en el corazón, como cuando se le echa sal a las heridas, pero no podía hacer nada más. Mis "lo siento" no valían. Mi hija nunca me perdonaría. 



Mercedes Martínez Peña
1º PyP


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