Ella era inmaculada y rígida como el mármol. Sus finas
curvas, mezcladas con los elegantes paños, insinuaban sus largas y atléticas
piernas. La cara pulida y suave, con enormes ojos, pelo trenzado y belleza
sobrenatural hizo enloquecer de amor a su escultor.
Pigmalión vivía obsesionado por encontrar la esposa
perfecta. En esta búsqueda, dedicó su vida a esculpir en mármol modelos y
mujeres bellísimas. Por fin culminó su obra maestra: Galatea, la figura más
hermosa que jamás se había creado.
Pigmalión al terminarla, se acercó y empezó a tocarla, abstraído
por su perfección. Galatea poco a poco comenzó a ablandarse, haciéndose dócil y
manejable. El mármol estaba ya templado cuando abrió los ojos y comenzó a
observar todo lo que tenía alrededor. No sabía como actuar. Aún no podía
moverse bien por unos fuertes dolores en la espalda que se lo impedían. Debía
acostumbrarse a la elasticidad de su nuevo cuerpo. Estiró los brazos hacia
arriba, haciendo sonar todos sus pequeños huesos mientras bostezaba. De repente
su mirada se paró y se encontró con él. El escultor, al verla cobrar vida,
estalló de emoción y alegría, y la abrazó y la besó durante largo tiempo.
Al principio de su relación ambos estaban radiantes. Él era
feliz y la obsequiaba con todo tipo de regalos, manjares, joyas... Ella, muy
obediente, siempre le correspondía. Él era su creador y por tanto, le debía la
vida. Pero pronto él empezó a enloquecer. Cada vez que salía con ella a la
calle, todos los hombres al verla se enamoraban. Pigmalión no podía soportarlo.
Llegó a la conclusión de que lo mejor sería encerrarla entre las cuatro paredes
de su habitación, para que nadie más pudiese deleitarse con su belleza. Galatea
le pertenecía, él la había creado y era suya.
Ella lloraba. Se sentía prisionera. Vivía en una pesadilla,
encarcelada sin poder salir. Quería volver a su estado anterior, en el que no
sentía nada, ni el viento, ni los besos, ni el dolor… Poco a poco se fue
endureciendo con un gesto de tristeza en su rostro. Pigmalión, con el corazón
destrozado al verla sufrir de aquella manera, decidió acabar con su desconsuelo
rompiéndola en pedazos hasta que el mármol acabó por convertirse en polvo.
Verónica
Martín Molina
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