Me acerco a las perchas donde están colgadas
las chaquetillas acolchadas y escojo una de mi talla. Antes de ponérmela,
coloco sobre mi pecho un peto de
plástico duro que me protegerá de los golpes. Un guante en la mano derecha. Y
entonces escojo las piezas protagonistas: un sable de empuñadura para tiradores
diestros. Una careta azul de apretada rejilla cubre mi rostro.
Aprovecho para mirar a mi adversario. Es
grande, parece fuerte, y por cómo se mueve advierto que lleva más tiempo en
este deporte que yo.
Llega el entrenador. Da la señal. Empiezo con
una preparación, tengo que averiguar que va a hacer el gigante para desarmarme.
Inicio una pequeña marcha. Mi oponente me imita amenazante, quiere llevarme al
fondo de la pista. Comienzo a romper paso a paso aligerando el ritmo según él
aumenta la velocidad.
Entonces ocurre, su sable se dirige a mi
travesón. Creyendo que me va a golpear
protejo la zona con el arma. Si golpea mi sable perderá la preferencia, le golpearé
y el primer punto será mío. Pero su idea es otra, enseguida me doy cuenta: una
finta en cuarta. Me ha hecho creer que iba a por el travesón, pero su intencion es golpear el hombro.
El impacto llega antes de que pueda mover el
brazo en un intento de defenderme. A pesar del peto, siento dolor. Estoy furiosa.
Pero lo que de verdad me molesta es la humillación, a pesar de la rejilla de la
careta veo que se ríe de mí. No lo voy a tolerar, en el próximo golpe e prometo
partirle una costilla.
Volvemos a situarnos en posición inicial.
El árbitro vuelve a dar la salida, esta vez no hago preparación alguna. Marcho
alternando el ritmo: más rápida, más lenta, dejando que se aleje, volviendo a
presionar y, mientras le engaño: muevo el sable de un lado a otro. Quiero
confundirlo, que no sepa de dónde va a venir el ataque.
Estamos muy cerca del final de la pista, es
mi última oportunidad para lanzarme a fondo con un sablazo imparable. Además el
abusón está posicionado en tercera, no podrá defenderse.
Toda la fuerza que he ido reservando se
concentra en el brazo derecho que se estira como un muelle para golpear, para
hacer daño.
Le golpeo tan fuerte que siento vibrar cada hueso
de mi extremidad. Creo oír gemir de dolor al individuo, pero no me importa. El
brazo me duele mucho, he dejado caer el arma porque su peso me produce una
terrible agonía. Chillo. El resto de mi cuerpo no existe. Me he vengado, eso es lo que importa. El
canalla está furioso, le he hecho mucho daño. Dice que lo mío no es nada.
Espero que haberlo roto parte de las costillas. Le lanzo una mirada terrible, no tengo
fuerzas para golpear en cierta parte y evitar descendencia de semejante bruto.
Me marcho dolorida pero satisfecha. No permito que nadie me pisotee, aunque he
aprendido una valiosa lección; nunca ataques con rabia.
Ana Romero Urquiza
Humanidades y Periodismo
Ana Romero Urquiza
Humanidades y Periodismo
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