Consigue levantarse de la cama y, de puntillas,
presa de ese pánico, ese miedo que le acompaña cada vez que tiene que salir de
su escondite, se aproxima a la puerta. Comprueba el cerrojo. Aún sigue intacto,
no consiguió entrar y seguramente estará furioso por ello.
Este último pensamiento es el que le hace retroceder. No quiere abrir, ¿y si está fuera? ¿Y si está esperando que salga? Inconscientemente, a pesar de sus esfuerzos los recuerdos vuelven a atormentarla.
Llega a casa temprano. Ella todavía no ha terminado de preparar la cena. Está enfadado, ha vuelto a discutir con uno de sus compañeros. Gruñe algo acerca de “conspiraciones”. Ella escucha, le preocupa que vuelva a desatar su furia. La semana pasada le dijo que no volvería a ocurrir, que la quería y que no volvería a hacerlo.
Le exige la cena de malos
modos, ella intenta responder con calma que le falta muy poco para que esté lista.
Los ojos de él sueltan chispas. Comienza a gritarle. Le dice que es una inútil,
que no sirve para nada. Ella intenta escabullirse a su habitación, la agarra
del brazo, le hace daño. Rápido, furioso, llega el primer bofetón.
“Y eso fue lo más leve” piensa con amargura. Después llegaros los chillidos de terror, la lucha por escapar de su rabia, los golpes cada vez más fuertes hasta que le patea el costado. Entonces ya está segura de que va a morir. Pero algo la empuja, su instinto de supervivencia la obliga a escapar, a encerrase en su cuarto, a echar el pestillo, a derrumbarse mientras él grita, aporrea la puerta y la amenaza. Pasa el tiempo y ella se duerme agitada y aún presa del miedo.
Ahora se halla de pie frente a esa misma puerta ¿Cuándo empezó todo? ¿Cuándo se acabó el amor? Por primera vez en meses, comienza a reflexionar. Ya no quiere seguir siendo su esclava, no volverá a maquillar sus heridas porque no las volverá a haber. Ya no prestará atención a sus “te necesito” y “fue sin querer”.
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